Su hijo la ha dejado, literalmente, morir de hambre. Su hija política la hizo invisible. El resto de la familia la ha ignorado de forma inmisericorde. Y sus vecinos han hecho oídos sordos a sus lamentos. Y por supuesto, la maquinaria social de la Administración Pública que debería evitar casos como éste ha llegado tarde. Demasiado tarde. ¿Hay mayor humillación que morir de asco, desidia, negligencia y descuido a manos de tus propios hijos, amigos y vecinos? La hay.

La mujer muerta de inanición fue fotografiada una última vez. Y su imagen ha sido publicada y aireada hasta la extenuación en medios de comunicación y en las redes sociales para procurarle una última vejación. Una última afrenta. Abandonada por sus hijos, su menosprecio se ha convertido en un pasatiempo para que los consumidores de Internet se escandalicen, hagan aspavientos, se hagan cruces y a su vez, retuiteen y publiquen en su muro la imagen de la mujer muerta para prolongar la humillación… hasta que un niño de pocos años, muerto en la orilla de la playa, toma el relevo en la indignación, el escándalo, la desgracia ajena y el sofoco particular delante de la pantalla del ordenador o del teléfono móvil o de la tableta… Y vuelta a empezar.

Y a estos días de ira colectiva ¿qué sigue? Nada. Los atardeceres, las fotos de las mascotas, el selfie con los amigos en el bar de copas o en la playa, la receta del bizcochón casero con yogur, el vídeo gracioso, la frase de mal gusto, y el chiste sin gracia. Porque en definitiva, el aldabonazo a nuestras conciencias dura el tiempo que transcurre entre que colgamos la foto del muro de feisbuk y quedamos con los amigos para ir a cenar… O hasta que aparezca la próxima foto…

Carmen Ruano - Cidecan

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