Hace unos años, en la cafetería de un centro comercial, tuve una experiencia extracorpórea mientras merendaba con unas cuantas amigas. Todas ellas eran seguidoras de no-me-pregunten-cuál-edición de Gran Hermano. Alguna debió sacar el tema y en cinco segundos, entre churros, sándwiches, cafés y zumos, se produjo un debate acerca de si la pelirroja era una guarra, si debía ganar el de Toledo, que si aquél era un aprovechado, que si la otra no sabía ni freír un huevo, que si aquella se masturbaba en la cama, que si el otro le ponía los cuernos a su novia con una del programa y, finalmente, una apuesta colectiva sobre a quién echaban esa semana del Gran Hermano.
La experiencia extracorpórea vino sobrevenida por el hecho de que no veía –no he visto y no veré- el zafio programa de marras, así que perdí el hilo de la conversación en el momento en que esta se puso en marcha. Ni sabía quién era la pelirroja, ni el de Toledo, ni la masturbadora, ni el infiel. Y por supuesto, me la traía al pairo a quién iban a echar de la casa.
Algo similar ocurre cuando, por primera vez, te sientas en torno a una mesa junto con un utility, una especialista en marketing digital y un informático, por poner un ejemplo. Un plan social media marketing tiene que tener en cuenta las KPI, los click, los crackers y las famosas cookies y dirigirlo todo hacia una landing page donde monitorizar luego los CPA, los CPC y los CPI tras una llamada a la acción de los influencers porque somos los brand advocate de la marca.
Luego se analizan las últimas tendencias, los parámetros del metamercado y el prosumer objetivo de la marca en cuestión para con posterioridad hacer la conversión y estudiar los resultados del workflow previamente estructurado.
Cuando volví en mí, ya todos habían abandonado la sala de reuniones…